El violín



Noviembre de 2018


I

Todos los noviembres ocurre un fenómeno que perfuma de poesía las calles de Buenos Aires. De repente, un día cualquiera, aparecen las veredas pintadas. Una capa de color en la cual yacen esparcidas las motas apretadas ocultando las baldosas, debajo de esos árboles, como si hubiesen llorado toda la noche, mojando el piso con sus lágrimas, por algún desconsuelo que desconocen los hombres.

Cuando llega la hora del crepúsculo, el sol va desmayándose con sus rayos naranja, las arterias de Palermo se tiñen de una penumbra rosada, y esos relumbres ya tibios, producen un efecto asombroso, único, iluminan las flores caídas de los jacarandás, que forman un tapiz lila intenso, lo cual seduce a pensar, que las han coloreado los ángeles. 

Del mismo modo el amanecer brinda un escenario fluorescente, que despierta una especie de agitación en el río. Desde las copas semiesféricas de estos árboles, de hojas verde musgo, caen estas trompetitas violáceas, como si fuesen gotas de rocío, derramadas de los párpados de mujeres hermosas, de tallos alineados, con dedos cargados de flechas, parecidos al helecho, de foliolos diminutos y afinados, similares a los de los pinos.

Pero en este mes, además de la maravillosa metamorfosis que ostenta en todo su esplendor la Naturaleza en esta ciudad, hay desdichas y hay diosas que reparan daños en la vida de los hombres que aquí viven. En forma misteriosa ocurren sucesos, y tendrá lugar aquí uno de esos acontecimientos mágicos que enlazan a las almas que padecen, con los movimientos de las estaciones, con las flores que en este momento caen como lágrimas azules de estos espléndidos árboles.

Este es el espectáculo que ve el polaco Jedrek, cuando llega, con su convertible blanco, a su departamento que está frente al Jardín Botánico, sobre la avenida Santa Fe. Generalmente vuelve de madrugada. Es el dueño de uno de los clubes nocturnos más elegantes de Buenos Aires, “Rinoceronte”, y del bar más conocido de Constitución, “Trópico”. Es un tipo seco, de cabello rubio, tiene la mirada helada incrustada en sus ojos claros, no le gusta hablar mucho con la gente, tiene cincuenta y tres años de edad.

Lo conoció a Tilo cuando éste era un pibe de diecisiete años, en la época en que vendía ramitos de pensamientos en el Bajo. En ese entonces, les hacía los mandados a las chicas que trabajaban en la calle Salta, en los tiempos en que recién empezaban a prosperar los negocios. Ahora tiene treinta y cuatro, es el encargado de Relaciones Públicas y su socio, en especial del club que está en Barrio Parque, el sitio donde vive la clase más adinerada de la ciudad. 

Es su mano derecha, le tiene confianza. Se ocupó de él como de un hermano menor, lo sacó de la villa y lo ayudó a terminar los estudios, él trabaja en sus locales, sabe cuidar a las chicas, conoce la noche. A veces lo manda a supervisar a los encargados del boliche de Constitución. Es joven, pero sabe tratar con la policía. Además, controla que la droga no se mezcle con los empleados y también le hace de guardaespaldas. 

Hace poco le compró un departamento de dos ambientes, a media cuadra del suyo, sobre la misma avenida. Ahí Tilo escribe en su tiempo libre, le gusta hacerlo al amanecer cuando llega de trabajar, aquí tiene sus libros, y muchas veces lo hace escuchando música suave, para animar a su inspiración. La ventana de esta habitación, da de lleno al Jardín Botánico, a este lago amplio de plantas y pájaros. A veces, de día, va a sentarse a leer en alguno de los bancos que hay en los senderos de ese parque, en especial a los que están cerca de la “Columna del Tiempo”, ese enigmático monumento austro-húngaro que, en su parte superior, en épocas pasadas, marcaba la hora de las principales capitales del mundo, con el reloj de sol, la bóveda celeste y el círculo zodiacal. 

El parque es un triángulo boscoso bordeado por Santa Fe y Las Heras. Es un lugar casi mitológico que conoce y visita con frecuencia, con miles de árboles, plantas y arbustos de todas las especies, cuatro invernaderos escondidos entre la densa vegetación esparcidos por el predio, y el invernáculo principal vidriado de estilo “art nouveau” con estructura de hierro forjado pintada de color negro. Al principio, cuando hacía poco tiempo que se había instalado en este barrio, se quedaba asombrado durante horas ante esos prodigios.

Nunca le contó al polaco de las historias míticas que todos conocen en el barrio, de las viejas que van a alimentar a los gatos que se esconden en los recovecos, y de los fantasmas, que se ven por la noche, porque a Tilo no le gustan ni los gatos ni los fantasmas, él es de ángeles y duendes. Además, no es conversación que le interese al frío corazón de su socio.

En el centro del bosque está el edificio principal de estilo inglés que siempre le gusta observar, con la caprichosa forma de un pequeño castillo de libro de cuentos, con ladrillos rojizos a la vista, diseñado y construido en 1881.

Diseminadas como al azar hay esculturas que nunca se cansa de mirar, esparcidas por los canteros, y en uno de los extremos del parque, puede ver las esculturas del conjunto llamado “Pastoral”, que representa a tres de los movimientos de la sexta sinfonía de Beethoven, que es el compositor favorito de Jedrek.

En el centro de la fuente llamada “La Primavera”, en la parte noroeste del jardín, se encuentra la “Ondina de Plata”, una escultura de una ninfa de agua de la mitología escandinava. Está realizada en mármol, semidesnuda, y él siempre se detiene a observarla con cuidado, porque le parece que el escultor ha logrado la figura de una joven bellísima. 

Le gusta imaginar que pertenece a la cultura griega, en vez de la nórdica, porque dice que la griega le otorga más encanto. Aunque para aquellos eran deidades femeninas menores, siempre sostuvieron que estaban destinadas a cuidar de jardines, fuentes, y arboledas como ésta. Esta historia le cierra mejor que la otra, y se promete agregarlo a las anotaciones que está haciendo, piensa introducirla en el cuento que tiene a medio hacer.


II

Ni él, que es una de las pocas personas cercanas, le ha conocido alguna mujer a Jedrek, desde que llegó al país, porque es un tipo que tiene el interior devastado. Nunca pudo olvidar a su esposa, que murió de un mal terrible en la tristeza invernal de Los Cárpatos. Desde aquel acontecimiento ha caído, con el paso de los años, en la desolación, ese oscuro estado del alma. 

Cuando Elka murió, él pidió que la cremaran, y antes de venir a afincarse en Buenos Aires, le encargó a la vecina de la casa de su pueblito natal, cerca de aquellas montañas de Europa del Este, que le guarde la urna provisoriamente. Todos en el club saben que Tilo fue el que se encargó de traer la caja, con las cenizas a la Argentina, y que también lo convenció al polaco, para que las enterrara al pie de un árbol, que estuviese en el Botánico, cerca de la fuente. 

Le dijo que era de buen augurio que la ninfa cuidara esas cenizas, porque algunos poetas, le comentó en ese momento, han sostenido que ellas son inmortales y se mantienen siempre jóvenes. De manera que era el mejor sitio en el cual el alma de Elka estaría a buen resguardo. Él leyó en los libros, que esas deidades son ondinas acuáticas, por lo que considera que están relacionadas con las nereidas, como las que están en la parte superior, de la fuente de Lola Mora, en la Costanera Sur, la fuente a la que él va siempre a pedir por su madre. Y él tiene una fe inquebrantable en que algún día la va a encontrar, que la va a recuperar para siempre, y es por eso que quiere entusiasmarlo, es por eso que lo va a llevar a ese sitio que es como un monasterio, es el lugar sagrado a donde va a rogar, es su Muro de los Lamentos al que va a pedir que se cumpla el deseo más importante que persigue, en su todavía corta existencia.


III

El polaco decidió interrumpir su intercambio emocional con el mundo a partir de la muerte de su esposa. Cerró de ese modo la puerta de su corazón, quiso arrinconar allí, solo los buenos recuerdos de Elka. Hace dos años hubo una mujer, que quiso colocar una semilla de amor, en la aridez de su espíritu, pero sus elementos afectivos están tan dañados por el dolor y la culpa, que no permiten que en ese lugar crezca ninguna flor, y de inmediato desatan huracanes que destierran cualquier intento. 

Ese movimiento eterno que anida en su alma, le incrementa el rencor contra sí mismo, lo lleva a la indolencia, le cauteriza cualquier sentimiento. Está agrietada por dentro, como un campo yermo donde nada crece, y ya ha pasado tanto tiempo, que hasta los recuerdos de su amada Elka, ya se le están atrofiando. Es un páramo, es una persona casi vacía.

Cuando comenzaron a caer las primeras flores púrpuras de los jacarandás de la avenida Santa Fe, empezó a tener problemas para poder dormir, daba vueltas y vueltas en la cama, hasta que una noche tuvo la revelación que nunca hubiera imaginado.

Se levantó y fue hacia la ventana, que daba al Jardín Botánico, porque quería saber de dónde venía ese sonido familiar, que le trastornaba el sueño. Era un sonido de violín que venía de afuera, se asomó ante la inmensidad verde, que se extendía quieta delante de él, y se dio cuenta que venía de ahí, cerca del lugar donde estaban las cenizas de Elka. 

Estuvo un rato mirando la arboleda en la quietud de la noche, y el sonido se fue apagando hasta el silencio. Cerró la cortina despacio, se pasó la mano por la barbilla, volvió a la cama, dejó la Beretta 9 mm sobre la mesa de noche, apagó la luz y pudo conciliar el sueño, después de un tiempo y con alguna dificultad. 

Es una persona que se da pocos gustos. Le atrae mucho, por ejemplo, escuchar música en la soledad de su habitación. Se inclina por la de los clásicos alemanes, los dramáticos como Wagner, los rusos, o los melancólicos italianos, pero sobre todo le agrada Beethoven. Las noches siguientes, sentado en el sillón, o estando ya en la cama, le llegó en algún momento ese sonido suave que no termina de identificar. 

Es la melodía de un violín que brota desde la oscuridad del follaje y se cuela por su ventana, a veces se trata de una melancólica aria de Bach, y a veces es un murmullo triste en el aire nocturno, el adagio en sol menor de Giazotto, según sea el estado del alma que viene a sensibilizarlo. 

La tercera noche que se asomó para escuchar el sonido, pudo ver una claridad entre las ramas, que desde la distancia no podía definir. Se vistió, bajó, y arrimado a la reja negra del parque, pudo ver de dónde venía. Trepó por los barrotes sin hacer ruido y saltó al otro lado, luego fue avanzando por los canteros. Fue ahí cuando la divisó entre los árboles. Era nítida la figura de su esposa joven, vestida solamente con un camisón blanco, casi transparente. Llevaba el pelo suelto hasta la cintura, frotaba el arco en las cuerdas del violín que tenía aprisionado, entre el mentón y el hombro, arrancando las notas del instrumento con los ojos cerrados. Estaba parada al costado de la fuente de la ondina.

Estuvo quieto, incrédulo todavía, mientras sonaba la música, con los músculos en tensión, la mandíbula apretada, apoyado en el tronco de un pino para no desvanecerse de la emoción que se le había atorado en la garganta. 

En esa condición estaba cuando, como un manantial que brota después de siglos bajo tierra, con la fuerza contenida de la lava de su dolor, comenzaron a resbalarle las lágrimas por la cara, sin que atinara a secarse, espantado y embelesado como ante la figura de un ángel, fascinado por el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. 

Sabía que la imagen que estaba viendo, tenía todos los atributos de la realidad, estaba seguro que no era una alucinación. Con el pecho oprimido por la angustia, tuvo la aguda sensación de sufrir un cataclismo interno, como un rayo que le recorría todo el cuerpo. 

Se tomó las sienes con las dos manos, y con su cabeza a punto de estallar, cayó de rodillas en el pasto húmedo. 

En esta postura, sin desviar la mirada que sostenía sobre Elka, fue viendo cómo se desvanecía su imagen al mismo tiempo que acometía los últimos compases de la pieza. 

Esa noche no durmió de tan extenuado que estaba.


IV

A la mañana siguiente decidió hablar con Tilo. El muchacho, que es muy perceptivo, se dio cuenta de que el polaco tenía un tema entre manos, era cerrado, le costaba decir las cosas, entonces le propuso que se cruzaran enfrente. Vienen juntos a veces aquí, a pasear por los senderos internos de trozos de ladrillo rojo, cuando tienen un problema de difícil solución, caminar por aquí les hace pensar mejor, el chico dice que hay una mejor “energía”, y en eso coincide con Selva. 

En el centro de este bosque fascinante en medio de la ciudad, el silencio reina entre las plantas, no se escucha el ruido del tránsito de las avenidas, solo los trinos de todo tipo de pájaros perforan la atmósfera vegetal, la plenitud de los aromas de flores calma angustias y soledades, aquí se puede conversar en voz baja, como en una biblioteca.

—Decime…anoche… ¿escuchaste un sonido de violín que venía desde los árboles de enfrente? Suavecito…

—No… —Tilo giró rápidamente la cabeza para observarle el rostro desnudo, y lo vio al borde de una revelación—, es rara la pregunta que me hacés, ¿y qué sentiste en ese momento?

—Físicamente nada, comenzó diciendo con una zozobra interna, un malestar…

—Sí, seguí.

—Primero pena, y después una culpa gigante que no puedo explicarte con palabras, luego fue creciendo una bruma intensa en mi cerebro que no pude ver con claridad, creí que no lo iba a poder soportar hasta que terminó la melodía, me había tomado la cabeza con las manos y tenía los ojos cerrados —dijo repitiendo el gesto—, no sé si me creés.

—Por supuesto, no lo dudo —dijo. Y asintiendo con la cabeza, le puso la mano en el hombro—. Estás temblando polaco, tranquilo, es una señal que trae buen augurio.

Así quedó cerrada la conversación, pero Tilo salió cavilando del jardín, y se quedó pensando largo rato en su departamento.
A Jedrek lo acosa la culpa, pero ya no huye de su fantasma, la desolación de su alma por la desaparición de su esposa es una batalla que ya tiene perdida, está con el espíritu resignado, no busca nada, el rencor contra sí mismo le paraliza los sentimientos, está casi vacío de ellos. Ni siquiera la tristeza se atreve a esa soledad, tiene su interior deshabitado de todo. 

En la noche de Buenos Aires se encuentran tipos como él, pero generalmente encallados en las barras, o en las mesas de los bares, metiendo los dolores en un vaso de alcohol, o en las líneas de la cocaína, para poder seguir, porque solos no pueden. Él, en cambio, es un tipo duro, porque puede sin esas ayudas, y, además, aún espera el milagro de llegar a una situación límite, una que le ofrezca la oportunidad de darle el último desenlace a su vida.

Tilo no, porque él nació entre las latas, las botellas, la basura, en un hogar destrozado de entrada, el único amor que tuvo fue el de su madre, a la que va a seguir buscando, la va a perseguir hasta que se muera, y en esa tarea va a colocar toda su fortaleza. Todas las mujeres son ella, la vida que tiene por delante es un cielo lleno de estrellas por descubrir.


V

Todo el día siguiente Jedrek se lo pasó pensando. Al fin se decidió y la fue a ver a Selva, la que tira las cartas y que vive en el mismo edificio que él, en el último piso. Tocó timbre y ella lo hizo pasar. Siempre tiene las habitaciones en penumbras, es habitual el fuerte aroma a sahumerios de la India que llena el ambiente. Ella es una mujer mayor que él, de rasgos finos, alta y seductora. 

El rostro de rasgos delicados, rímel color negro en las pestañas, sombra violeta en los párpados, carmín en los labios, de donde sale una voz cálida que se ondula suave, casi cantando, la cabellera negra recogida en una trenza. Se sentó en el sillón y le clavó una mirada inquisidora buscando que le dijese a qué había venido. El polaco le contó lo sucedido esa noche y lo que había visto.

—Selva, estoy loco, la veo —dijo casi en voz baja, abriendo los ojos, moviendo la cabeza para todos lados como si alguien pudiera escucharlos.

—Está en otro plano, querido… es una buena señal —le respondió ella, con una sonrisa, recostándose en el sofá, invitándolo a que se relajara. 

—Sacámela de la cabeza.

—Bueno, tranquilo...mirá, tenés que elegir.

—¿Elegir qué?

—O te quedás o te vas con ella, no es una decisión fácil, tomate tu tiempo, no tenés porqué hacerlo ya.

Y ahí Selva le explicó cómo era el tránsito por ese lugar que no es ningún lugar, es un no lugar, donde el tiempo y el espacio se quedan sin dimensión definida. Y él fue entendiendo que se trataba, ni más ni menos que de entregar su vida a la muerte. No era un negocio más en la vida del polaco. Se trataba de entregar el cuerpo y borrar la culpa, recuperar a su mujer, ambos en espíritu, debido a lo cual tenía que pensar en no fallar en la redención y en las deudas que debía atender, en pensar muy bien esa jugada.

Ese fue el momento en que la mente atrancada de Jedrek se destrabó, como si esa mujer le hubiese puesto aceite a su mecanismo sentimental. Y empezó a funcionar de a poco. Él, en cierto modo, ya lo había decidido antes de ir a verla, estaba entregado a lo que ella dijera, de modo que va a empezar su búsqueda, para alcanzar el plano que ella le ha mencionado, el que lo aísla del mundo donde se encuentra Elka. 

No ha perdido la calma, la puerta del arcón de los recuerdos, que tiene cerrada hace muchos años, empieza a abrirse. El llano de la desolación comienza a disponerse a que lo ilumine algún lucero del cielo de la esperanza.


VI

La noche siguiente va con Tilo, a la fuente de Lola Mora. Se sienta con él a unos metros del monumento y observa la obra de arte. Es una magnífica valva, en la que hay tres tritones con caballos del séquito de Poseidón, que custodian el centro. Allí se alza una roca sobre la que se encuentran las dos nereidas que sostienen a la diosa Venus. 

Ninguno de los dos sabe el nombre de ellas, cuál es cada una entre las cincuenta conocidas. Pero Tilo ya ha decidido que es Galatea, la que está más cerca. Le cuenta la historia de las hijas de Nereo, que acompañaban a las almas de vivos y muertos a la Isla de los Bienaventurados. 

Y se confiesa diciendo que siempre viene a verla, a la que está en primer plano, la que se encuentra adelante, y siempre le pide que vaya en busca del espíritu de su madre para traerla aquí a Buenos Aires. Ahí hace una pausa, con un nudo en la garganta, y lo mira a los ojos al polaco, lo observa buscando en la profundidad de sus pupilas agrandadas. Jedrek quiere que siga contando, pero no se lo dice, sigue con los labios cerrados en el silencio de la noche, bajo la inmensidad de la luna que ilumina la fuente. Lo envidia sanamente porque sabe que tiene suerte, el alma de su esposa lo ha venido a buscar, pero él todavía tiene que seguir esperando, por su madre. 

Tilo está pensando, mientras gira lenta la rueca que hila en su memoria, que fue Galatea la que llevó el recado a la ninfa del Botánico, esa orden de desatar el espíritu de las cenizas. No lo dice, pero está convencido. En sus libros ha leído que los navegantes españoles que han circulado por estas aguas marrones, también han visto nereidas y, que todas las aguas, mares y ríos en algún lugar deben unirse, que el tiempo no existe y que la mitología es verdad. 

Se quedan un rato más en silencio y emprenden el regreso.


VII

El polaco la va a ver a Selva, esta noche ella le va a decir lo que tiene que hacer.

—¿Ya te decidiste?… ¿qué querés hacer querido? Decime.

—Me voy con ella.

—Bueno… yo ya te preparé algo para que tomes…pero antes te cuento una historia.

Ella ya se ha anticipado, sabía que la tentación de Jedrek era muy fuerte y no iba a desistir, lo conocía bien, había mirado muy profundo sus ojos cuando había venido la primera vez. Mientras le coloca en la palma de la mano el preparado, le cuenta casi en susurros la leyenda guaraní.

—Hubo un muchacho indígena que se enamoró de una hermosa española llamada Pilar, y el padre, cuando los descubrió juntos, los mató a ambos por celos —hace una pausa, pero no baja la vista de la frente del polaco, que está encandilado todavía con la mano extendida—, después, el mismo padre, se arrepintió y fue a buscarlos al lugar del asesinato. Allí, en vez de los cuerpos de la pareja, encontró un espléndido árbol de jacarandá. 

Selva le dice que el té de flores lilas, éstas que tienen forma de campanita, lo va a elevar en su viaje que lo conducirá a la unión con Elka, que va a quebrar la ausencia y sanar la culpa, que lo va a acercar a ella al lugar donde el tiempo se desvanece en la eternidad, y eso es música que llega desde el cielo para iluminar su futuro.


VIII

El polaco comenzó a tomar el brebaje con rigurosidad antes de ir a costarse. Trataba de ser constante, no quería fallar, se le había despertado una confianza ciega en las artes de Selva, a veces sus pensamientos se remontaban a los recuerdos de su niñez, en su memoria conservaba las hazañas que lograba la anciana de su pueblo natal con sus hierbas, sus pócimas y sus pomadas sanadoras, que tenían poderes sobrenaturales y curaban enfermedades que los médicos no podían. 

Al principio se le comenzó a agriar el ánimo porque no veía ningún avance, lo cual le duró varias semanas, y estuvo a punto de dejarlo de lado y olvidarse del asunto. Luego se puso más parco que de costumbre, se iniciaron los cambios más positivos y se le empezó a aliviar el alma, con la música que le hacía llegar su esposa. Al menos eso es lo que él siempre le comentaba a Tilo. Cambió mucho desde entonces, porque siguió imaginando que veía a su mujer, y la soñaba siempre con el violín de abeto soltando melodías todas las noches.

En el momento en que cayó la última flor lila, ya desaparecida la alfombra azul de la vereda, cuando se distinguían claramente los frutos, en forma de castañuelas, en una noche calurosa de enero, él decidió que era el momento de irse con ella. 


IX

Fue Tilo el que encontró el cuerpo sin vida de Jedrek en su departamento. Tendido boca arriba, parecía dormido y presentaba, cosa rara porque su cara era inmutable, una sonrisa en la boca. Y fue él quien se ocupó del trámite de avisar a la seccional. Se lo comunicó a Selva con un breve llamado. Al rato ya estaban allí el inspector de la comisaría veintitrés, con el que hablaba casi todas las noches por los asuntos del club nocturno, y el médico que vino con la ambulancia que estaba estacionada abajo. El forense dijo.

—Muerte natural.

Una vez que terminaron todos los procedimientos, Tilo se puso a escribir esta historia. No estaba triste por la muerte del polaco. Así todo estaba mucho mejor, lo iba e extrañar, eso sí, pero estaba animado porque pensaba que Jedrek estaría sonriendo, por fin se había quitado la enorme espina de la soledad que llevaba clavada en su corazón. Encendió la luz de la lámpara de su escritorio y un esplendor iluminó la ventana. Se sentó y comenzó a teclear. Su rostro pecoso de aristas finas tomaba una apariencia color canela bañado por la lumbre de la pantalla, la mirada gélida de sus ojos celestes parecía más cálida esta noche. 

Había escrito unas pocas líneas. “La culpa nace de la íntima convicción de que se ha cometido una falta terrible, un daño irreparable. Es un sentimiento atroz que pudre el alma día a día, la vida se convierte en un buque que naufraga sin hundirse, una jeringa que inyecta veneno en las venas del adicto. Porque el que carga con la culpa no reflexiona, no puede, solo siente y padece sus estragos ¿Y quién puede juzgar a ese hombre culpable? Solo los dioses, no es materia que esté al alcance de la sabiduría de los hombres.” 

Y en eso estaba cuando empezó a escuchar una suave melodía que venía de enfrente. Se levantó, fue hacia la ventana y desplazó la cortina con la mano, miró hacia el follaje, allí, entre los árboles del Botánico, luego tomó las llaves y caminó hacia la salida, había decidido bajar a la calle a ver si veía algo.

Abrió la puerta y sintió que había pisado un papel doblado, lo abrió y reconoció la letra ganchuda del polaco. Era una carta de despedida, y en ella le dejaba un mensaje para él y para Selva. En ese trozo de papel colocaba su última voluntad, y le pedía al muchacho que le dijera a ella que ya había llegado, que estaba con Elka y que iba a mandar una señal.

Tilo se lo fue a decir a Selva y regresó. Esa noche de verano la calma era total, salió al portal de su edificio, apoyó la espalda en la columna, y miró con interés hacia las plantas. Luego se acomodó mejor, con ese gesto que conservaba de niño. Se sentó en el escalón amplio de la entrada, recogió las rodillas y las juntó, tomándolas con ambas manos. 

Vio que ya no estaban los capullos azules de forma tubular de los jacarandás en la vereda, ya había terminado la floración en la ciudad de Buenos Aires, cumpliendo con los delicados designios que van marcando el ritmo de las estaciones, y entonces percibió que algo mágico estaba por suceder. 

No vio ninguna luz entre el follaje, pero empezó a escuchar el aria melancólica, sonando en las cuerdas de un violín cuyo timbre particular, tan conocido, buscaba el sendero para salir por el borde de las hojas, desde ahí enfrente, filtrándose suavemente entre las ramas que se mecían al calor de la noche. 

Miró hacia arriba y vio la silueta de Selva acodada en la ventana con la mano jugueteando entre sus cabellos. Ella miraba hacia el mismo sitio que él, justo hacia el mismo punto, más allá de las rejas perimetrales, entre los árboles del Jardín Botánico. 

Ella y Tilo, ambos, buscaban con los ojos el lugar de donde provenía ese sonido, esa música que no dejaba de arrancarles, una sonrisa de satisfacción.

La tarde de las mariposas negras


19 de octubre de 2016

Cuando llueve, Buenos Aires se pone melancólica y de esa enfermedad nos contagiamos todos los porteños, sobre todo si es llovizna y no neblina, y aún más si la oscuridad se cierne sobre los faroles encendidos. Y en esta noche no se festeja nada, se padece, es un miércoles sombrío. La Plaza de Mayo luce triste, está cubierta de miles de paraguas negros, está colmada de mujeres de brunos vestidos, resueltas a todo, medio millón, dicen algunos, de corazones partidos y de vidas hechas pedazos. 

Tilo vino a acompañar a Lorena, pero en su cabeza ausente su madre deambula en pensamientos delirantes que se le escapan hacia el cielo oscuro, ella debería estar aquí, con él. Tanto dolor hay en el aire que cuesta respirar. De repente hay cantos que se repiten y, como una mortaja que cubre todo, se van sumando más voces hasta que estallan en un coro espasmódico que sopla las sombrillas hacia arriba. De repente la multitud se calla y se escuchan quejas, llantos apagados, hay sensación de muerte en esta explanada que se expande hasta las calles laterales, tanta desdicha junta marchita las plantas y las flores de los canteros a martillazos de ira.

Nadie se mueve a pesar de que todo se empapa, hasta el alma de estas mujeres que han sufrido vejaciones se humedece más, sus labios ya han venido mojados de lejos a posar aquí sus murmullos. El líquido de arriba y el líquido de dentro le producen borrones de rímel en el rostro. No les molesta. Tienen historias tristes para contar, muchas han sido duramente golpeadas, los dedos delgados se les aprietan en sus puños, las comisuras de los labios no marcan las sonrisas que se les han marchitado hace siglos. Sus vestimentas nocturnas las vuelve estandartes del martirio. Lloran y gritan. Buenos Aires se espanta, porque es mujer también y lo percibe en su cabellera y en sus pechos delgados de río de agua dulce, que en esta ocasión de disgusto solo dan leche amarga.

El dolor late en los ojos de todas ellas, rezuman un gusto salado sus mejillas. Si se pudiera robarle un beso a cada una, se notaría que, cada uno de estos corazones ha venido en llamas aquí a gemir su propio sufrimiento, a contar su historia de castigos y de horrores, de cuchillos y navajas. Han venido a dejar que escapen por su boca las historias de sus suplicios, porque ya ha pasado demasiado tiempo, ya hace mucho que las tienen retenidas en sus gargantas.

Y todas estas mariposas negras han venido en este crepúsculo, porque de día el sol les habría lastimado más aun sus heridas abiertas, les habría calentado demasiado la sangre. Y ya no quieren, la tragedia les ha enfriado el torrente rojo de las arterias. Ya, algunas, se acercan al vacío de sus últimas instancias. Casi exangües, se han acercado hasta aquí a despejar su grito del pecho, debajo de estas alas tristes y oscuras, como murciélagos nocturnos, abandonadas al desamparo yermo de sus almas ahuecadas, socavadas, cercenadas sus carnes por los manotazos de la furia innecesaria de los hombres violentos.

Y algunas han traído un cartel con letras pintadas a mano, sencillas, pero de trazos firmes y certeros. Algunas quizás los han escrito con las manos embadurnadas de rabia. Otras, tal vez, los han garabateado con la mano de la desesperanza que da el paso del tiempo, del dolor de saber que no se repara en sus tragedias. Otras, al tomar el lápiz entre sus dedos habrán sentido la soledad de haberse tenido que quedar detrás de las ventanas, o refugiarse en el silencio de la culpa mentirosa cuando se cerraron los postigos, o cuando se corrieron las cortinas, o cuando se apagaron sus alegrías detrás de los golpes en algún cerrar de puertas, para que no se oigan sus gritos desgarradores.

Pero hoy están aquí, con los ojos como luciérnagas tibias iluminando sus pasos tenues, firmes en su camino hacia el centro de esta Plaza que las convoca y quiere cobijarlas, vienen seguras a encontrar otros rostros, otras miradas que cargan con la misma angustia, y se han ido uniendo alrededor de este punto, para acunar juntas sus desgracias, mirando hacia arriba, perdiendo el maquillaje bajo las caricias de las gotas de lluvia, que han ido marcando y dibujando arroyos que agigantan la tristeza que llevan a cuestas.

Lorena trae en sus cuarenta y seis años sus fantasmas de tanto grito desguarnecido, de tanta pérdida que por años ha enmudecido, que ha callado mansamente y ahora no puede contener de furia, y no sabe contra quién descargarla; ha pasado tanto tiempo que en parte se le han quedado los recuerdos escondidos entre los pliegues de la memoria, solo tiene entre sus manos un papel con los nombres de sus hijas, de las que no pudieron ser, de las que han sido asesinadas por su marido en un día enloquecido que nunca olvidará. Solamente Tilo sabe este secreto, y en él se afirma ella, tomándolo del brazo entre la multitud abigarrada, que no es toda femenina, hay algunos hombres de rostros sombríos que acompañan el dolor que invade este atardecer, que estremece hasta el vuelo de los pájaros.

Y Tilo, se olvida que tiene treinta y dos años, ahora vuela con sus pensamientos hacia el niño que era cuando vendía estampitas por los bodegones del Bajo, en la época en que creyó ver a su madre en la Calle del Pecado, siempre buscándola, la tiene presente también hoy, como no, porque supo de su cautiverio de prostíbulo, cuando ella era casi una nena. Él lo averiguó muchos años más tarde, y sabe en carne propia que el olvido no se hace cargo fácilmente de ese tipo de recuerdos. Piensa, entre esta multitud, cuando él era un pibe de cinco años, cuando su madre era una joven acorralada y tuvo que dejarlo, cuando ya tenía el estigma marcado en su mirada y llevaba a cuestas las amarguras de lo padecido, y tuvo la ternura de no decírselo a él porque era muy pequeño, porque no quería hacerle daño. Tilo recuerda esa mirada que ocultaba las marcas del castigo y la congoja se le atraganta en el cuello.

Qué sentirán algunas de estas mariposas a las que le han quitado de un ramalazo una vida, dos vidas, las hijas que han traído al mundo, que han parido de su vientre y que aun siendo pequeños ángeles, les ha caído encima y por dentro una tormenta, una mano bruta y masculina las ha despedazado, un huracán de odio incontenible les ha arrebatado el aire a sus niñas, las ha dejado sin viento y sin sangre, solo restos de ellas han quedado para que la mamá los junte y haya podido dejar esos huesitos solos en el frío de una fosa.

Vienen decididas a dar testimonio, algunas calladas porque se han quedado roncas, o porque ya no les han quedado palabras para decir y contar sus penas o las de las de sus niñas o las de sus madres, los golpes recibidos, las heridas lacerantes en su carne. Sus ropas son oscuras, sus alas lucen negras, su canto lúgubre provoca zozobras en los espíritus, solo su tez es blanca, pálida de tanto espanto, secos sus párpados de tanto río derramado, dejan que esta pequeña agua del cielo les caiga encima, las abrigue, las proteja. No es lluvia, dicen, son lágrimas.

Una línea muy delgada



Lucas, el psiquiatra, me dijo que mi trastorno obsesivo compulsivo no tiene ninguna característica que se pueda asociar a la tanatofilia —me encanta coleccionar mis traumas en forma de palabras—, que no tengo tendencia al suicidio. Se lo pregunté sin hacer demasiado hincapié en el tema. No se dio cuenta que estoy preocupado debido a lo que está pasando con el plan de Lucrecia Hoffman.
 
Ayer estuve en la redacción, fui a entregar el artículo de interés para el suplemento Ciencia que me habían pedido, y de paso quise escuchar las últimas novedades que había en Policiales. Con el último ya sumaban tres los cadáveres que había encontrado la policía. El fiscal no tenía pistas claras, lo que sí había eran coincidencias. Los tres masculinos jóvenes, los tres circuncidados, los tres parcialmente comidos por las ratas, casualmente los órganos sexuales estaban intactos.

Lucrecia es de familia alemana, y al igual que yo ya no tiene parientes vivos. Tampoco tiene amigos alemanes en el país ni en el exterior. Siempre quiso actuar sola y no tener conexión con ningún alemán ni con ningún judío, yo le servía porque tampoco tengo familiares de esa comunidad.
 
Me había pedido datos antes de empezar con el plan y el gordo me los dio servidos en bandeja. Fue hace un poco más de tres semanas. Era lunes por la tarde. Yo estaba fumando en la cama, pensando donde conseguir información acerca del mito sobre la pérdida de sensibilidad con la circuncisión, para el artículo que tenía que entregar a la revista. Las referencias me iban a servir para ambas cosas, para ella y para la nota de la revista. Cité a Matías en un bar de la avenida para tomar un café.

—Gordo decime, vos sos judío ¿no? —y ni bien terminé de decirle esto se le borró la sonrisa de la cara. Me miró fijo.

—¿Qué me estás preguntando? —dijo ni bien se compuso.

—Oíme, no te enojés —le dije parándolo en seco—, necesito hacerte una consulta.

—Si se trata de religión conseguite un rabino.

—Cuando eras chico —empecé— a vos ¿te hicieron la circuncisión?

El gordo se quedó medio chato. No sabía si la cosa iba en serio o en broma, pero al fin se dio cuenta que yo estaba interesado en serio, le dije que tenía que escribir sobre eso y se fue calmando. Le fui sacando toda la información que pude, terminamos hablando de alguna pavada más y nos despedimos. A él se la habían hecho a los cinco años con anestesia general.

Yo tenía que hacer un artículo de interés sobre el tema, y eso me servía, pero además le pude sacar un dato esencial que necesitaba Lucrecia. 

Al día siguiente fui a verla a la casa, se lo comenté, ella no quedó conforme pero ya había tomado la decisión. Tres semanas después empezaron a aparecer los cadáveres. Combinábamos las direcciones donde los iba a dejar el miserable de Gordon y un par de días antes yo alimentaba las ratas de esos lugares para que hicieran la parte final de la tarea. Sencillo.

Los diarios hablan de un asesino serial, la policía y el fiscal está un poco desconcertados, pero siguen trabajando en el caso. El tipo no mata a cualquiera, sus víctimas son varones, la única característica en las que coinciden es que todas están circuncidadas, pero lo más extraño es que no todas son judías. Parece que el tipo es cirujano y al que secuestra, si no está circuncidado, él se ocupa de operarlo, después los mata. Todavía están empezando los peritajes, esta investigación recién empieza y no se sabe cuál es el móvil que lleva al tipo a hacer esto.

El otro día fui al departamento de Lucrecia y discutimos fuerte, en realidad el que gritaba era yo, ella estaba tranquila. Le dije que parara con todo esto, que la iban a encontrar tarde o temprano, que hiciera desaparecer su celular, que lo incinerara, que lo tirara al Riachuelo. Yo necesitaba que se deshiciera de él, estaba contaminado con mi número de teléfono. Me irrita de por sí todo lo que se contamine, pero en este caso estaba mi vida de por medio. Yo estaba alterado, más que de costumbre, porque sabía que si la agarraban a ella también podía caer yo.

Por eso estoy fóbico, hoy fui a comprar una pistola y dos cajas de municiones. La tengo acá en la mesita de luz. Está cargada. Hace dos días que no salgo, me lo paso yendo de la sala al dormitorio. Después que fui a la armería pasé a comprar un pack de botellas de whisky por el supermercado chino que está a la vuelta. No hago más que vaciar botella tras botella.
 
Estoy ansioso, eso me juega en contra, me lo paso encendiendo y apagando la televisión. La tengo en volumen cero para que no me taladre la cabeza. Solo sintonizo los noticieros. También los atados de cigarrillos se vacían más rápido. Cada vez me quemo más los brazos con la punta de los puchos, ahora empecé por el costado del pecho. Tengo miedo. Consumo más dosis de sedantes que de costumbre. Por suerte no aparecen ya más cadáveres.

Lucrecia es una mina cruel, la trataron muy mal de chica. Siempre vivió en esa casa antigua que está en el borde Palermo. La casa la construyó el padre, “el alemán” le decían en el barrio, un tipo oscuro. Era médico y se había especializado en embalsamar gente, algo que no lo hace cualquiera, tenía el “taller” en su casa. Ella fue su única hija y el padre la hacía presenciar todo, el tipo tenía la convicción de que contaba con el poder de vencer a la muerte, estaba loco, sus trabajos eran cada vez más perfectos. Un día lo encontraron colgado del cuello, pendiente de una soga que había atado a una viga del artesonado del techo. 

El padre, además, le inculcó a ella el odio hacia los judíos, le metió el odio en la sangre. Y para colmo, la madre la torturó psicológicamente, le decía que estaba maldita, que ella no había querido engendrarla, le decía esas cosas todo el tiempo. Lucrecia se hizo adulta con esa hiel en su interior, y eso gestó en su cabeza, una especie de revancha hacia su madre, un síntoma que se organizó hace poco en su mente macabra: la necesidad imperiosa de tener una hija. Se puso de novia, tenían relaciones, pero él no podía tener orgasmos. 

A partir del momento, en que se enteró de que yo estaba preparando el artículo, sobre el mito de la circuncisión para el suplemento, se empezó a interesar por el asunto, me empezó a hacer preguntas. Fue cuando me pidió ese dato tan importante. Ella había estado investigando sobre los últimos estudios científicos, había opiniones contradictorias. El gordo me había dicho que nunca había tenido problemas con la sensibilidad, yo le dije que era parte del mito, que no era una verdad confirmada. Pero ella estaba tan desesperada que cualquier información le interesaba. 

El novio tenía fimosis, hacer el amor con Lucrecia era una tortura para él. Al principio la perversidad la ganó, disfrutaba con su padecimiento. Después, empezó su obstinación por quedar embarazada, lo convenció para operarlo. Le dijo que se le acabaría el dolor y podría eyacular sin dificultad. Pero no tuvieron el resultado esperado, el seguía sin tener orgasmos. Llegaron las peleas hasta que la situación se hizo insostenible y pasó lo peor. Después siguieron las otras dos muertes, el odio y su crueldad ya eran incontenibles, se le habían desatado esos viejos nudos, estaba desquiciada. De esto último me estoy enterando ahora, cuando miro la televisión.

Ahora, que son las diez de la noche, he subido el volumen, no puedo creer lo que estoy viendo. Hay móviles de la policía enfrente de la casa de Lucrecia. La encontraron muerta. Se llevaron detenido al homicida. Es el hermano de uno de los chicos asesinados, del único que no era judío, el primero de todos. Con el que ella había estado de novia hasta hace poco tiempo.

El hermano de la víctima la mató de varias puñaladas después de una violenta pelea y luego le serruchó el cráneo, precisamente por donde ella se dibujaba la línea delgada del maquillaje.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

Un papel con pocas líneas


   Estás escribiendo una carta, esta noche, en el aislamiento de la habitación del hostal del campus de esta prestigiosa Universidad de la India. 
   La soledad te invade, pero tu mano está firme sobre el papel, tu rostro de piel oscura se inclina sobre la hoja. Tus ojos negros no podrán mirar a tus amigos cuando la lean, no estarás cerca de ellos, no quieres ver lágrimas en las mejillas de los demás. Has sido el culpable de esto, solo tú eres el que has traído los problemas contigo, tú mismo has cargado con la condena de la sangre, tú eres el que lleva el estigma de baja estirpe, de haber nacido en esa casta indeseable.
   Sientes que hay una grieta que se agiganta entre alma y cuerpo. Te has convertido en un monstruo. 
   Siempre has querido ser escritor, y al final, llegas a la conclusión de que este mensaje será tu único legado.
   Has sido un enamorado de los astros, has pasado noches eternas observando las estrellas, arrobado ante la grandeza de la Naturaleza. Has visto que el espíritu de los hombres hace tiempo se ha separado de ella, del Universo infinito e inescrutable que se extiende mucho más allá del alcance de la vista. Has observado con dolor y con abatimiento como los sentimientos de los hombres y mujeres se van desvaneciendo y eso te incrementa el desaliento. Te ha sido cruel aceptar que, en este mundo, es tan difícil amar como fácil es hacerse daño unos a otros, y te has cansado finalmente.
   Te has convencido, el valor de una persona se ha reducido a un número, a una cosa. No la tratamos como a un maravilloso ser pensante, como a una gloria hecha de polvo de estrellas. Eso piensas, eso colocas en esta carta triste, la primera y última que escribes con este fin, y pides perdón por si tal vez no llegue a tener sentido para los demás.
   Piensas que puedes estar equivocado, también, en tu comprensión del mundo, en tu modo de entender el amor, el dolor, la vida y la muerte. 
   Estableces que no había ninguna urgencia en hacer lo que vas hacer, pero quieres terminar con esto de estar corriendo siempre, desesperado por empezar a vivir. Tu nacimiento en la casta intocable fue tu accidente fatal. Tu pasado te ha sentenciado, pero no te sientes herido en este momento. Estás simplemente vacío. No sientes preocupación por ti mismo, y es por eso que estás decidido a hacer esto.
   Dices que la gente te podrá tomar como un cobarde, como un egoísta una vez que te hayas ido de esta vida. Tu no crees en los fantasmas o los espíritus después de la muerte, sientes que eres libre de pensar esto. En tu opinión no hay nada absoluto, crees que puedes viajar a las estrellas. Y saber acerca de los otros mundos inciertos que imaginas.
   Pides que tu funeral sea silencioso y suave. Que todos se comporten como si simplemente hubieses pasado sin dejar rastro, como la luz de una vela. Pides que no derramen lágrimas por ti. Sabes que serás más feliz muerto que vivo. Pasarás de las sombras a las estrellas.
   Ruegas que no se moleste ni a tus amigos ni a tus enemigos por este acto de dignidad y esperas que sirva para redimir algo, para mitigar las penas de los tuyos. Para eso ofrendas tu vida. 
   Y es entonces cuando miras hacia el techo, te levantas de la silla y tomas la soga con la mano para comenzar tu última tarea sobre la tierra.

Lucrecia


I

La noche estaba fría y callada cuando salí a la cortada Medrano, donde vivo. La luna redonda, grandota, un globo de leche pegado a la alfombra azul del fondo del cielo, flotaba por encima de mi cabeza. Levanté la vista hacia el espacio oscuro. Las estrellas cristalinas estaban duras. En motas friolentas se ahogaban en silencio, congeladas, moribundas. Gotas de hielo, esquirlas. 

Me había puesto un jean gastado y una camisa oscura. No había gente en la calle. La más parecido a una persona con lo que me crucé fue una sombra furtiva que llevaba puesto un abrigo de cuello alto. La vi de lejos. Atravesó la esquina a paso rápido y con la cabeza gacha, queriendo esquivar así, encorvada, la brisa de hielo que corría por las cornisas. Media hora después yo estaba tocando timbre en la casa de Lucrecia. Fue la primera vez que tuve sexo con ella.


II

No bien estuvimos dentro me llevó al dormitorio tomándome de la mano, como quien le enseña el camino a un desconocido. Se quitó rápido la ropa, se le notaban las ganas en los trazos de las mejillas. Cuando se arrodilló en el colchón, con la cara contra la almohada, me pareció percibir en su cuerpo de mujer, totalmente desnudo, el singular magnetismo de la lascivia. Apagué las luces de la araña de caireles y encendí el velador de la mesa de noche. Pero como a pesar de la penumbra persistía un resplandor, un haz tenue, colándose desde el pasillo por el hueco de la puerta abierta, la cerré. Prefiero hacerlo en la oscuridad, sin hablar. Me incomoda mirarla a los ojos cuando me acuesto con ella.
 
No fue necesario explicárselo a Lucrecia ya que me conoce y lo entiende. Es un comportamiento raro, lo sé. No es vergüenza. Mi vínculo afectivo con ella es escaso, casi nulo. Me incomoda compartir este momento de intimidad con ella, la luz parece encandilarme y mi tendencia a esconderme se incrementa. Prefiero que cada uno se entregue a saciar su propio deseo por separado. No podría llegar al éxtasis si ella estuviese pendiente de mí. Necesito que Lucrecia no me observe cuando caigo bajo la presión de mis emociones primarias. Por eso ella debe de estar de espaldas para que yo quede liberado para poder dar rienda suelta a mis sentimientos animales, primitivos. Lucas dice que se trata de defensas elementales, barreras que impongo para protegerme.

No soy una persona fácil de dominar, sin embargo, ella fue quien articuló todos mis movimientos con la pericia natural propia de los animales. Desde el principio me condujo como si yo fuese un tronco desorientado en la corriente de un arroyo. 


III

Se aferró a las sábanas como una gata en celo, se contoneaba ante mis embestidas, que lejos de ser brutales, no la terminaban de satisfacer. Era insaciable su necesidad de ser sometida, sus gemidos de placer se enredaban con sus gritos de dolor. Ella subía y bajaba de la cima de su abandono, y seguía naufragando en esas oleadas, era una cáscara de nuez en el mar agitado de su inconciencia. Su voz aniñada pedía más, me rogaba horadar más profundo aumentando su tortura, porque en apariencia —eso lo pensé después— era el martirio lo que le potenciaba el placer.

Yo también logré desatar en esa cama todos mis instintos primitivos, nunca lo había podido experimentar hasta esa noche con otra mujer. Había algo en ella que lograba meterse dentro de mis sentimientos, por decirlo de alguna manera. Me agitaba viendo las ondas de su espalda en un movimiento rítmico. Yo también estaba perdido, las sensaciones no me dejaban pensar, tocaba su carne, me hamacaba con ímpetu, la escuchaba gritar cosas ordinarias y me enceguecía más. En la furia ya desatada me ordenó sodomizarla, pero quería conservarme bajo su dominio, ella misma con sus manos me condujo camino a lo profundo, se desgarraba en gritos, furiosa, pedía más y más, enloquecida, inmersa en esa mezcla de gozo y sufrimiento. Yo estaba a punto de llegar al límite y se dio cuenta de inmediato.

Entonces se apuró a pedirme que por favor volviera a hincarme en el hambre de su vulva, sin cambiar de posición, exigiendo, sufriendo, gritando, gimiendo, y así fueron llegando los últimos estertores. Me fui derramando dentro sin dejar de detener mis embestidas, mientras ella entraba en las últimas convulsiones de su orgasmo.

Yo ya había tenido el mío y estaba extenuado al costado de la cama, agitado todavía, mirando extasiado los movimientos ondulantes de su pelvis. Su cabeza desmelenada se movía de un lado a otro, los dedos todavía arañaban la almohada, de a poco, los gritos se iban convirtiendo en gemidos. Eran las estribaciones de la tormenta que precedían la calma. 


IV

Me toqué la piel. Casi no había transpirado a pesar de la energía gastada y la excesiva temperatura del ambiente de la casa, porque Lucrecia es friolenta, y en invierno pone la calefacción al máximo. Mi baja percepción del dolor viene acompañada de una sudoración pobre, es otra de las singularidades que tiene mi trastorno. 

Lucrecia seguía soltando expresiones sucias, groseras, todavía boca abajo sobre el colchón. Yo me levanté despacio y me fui a dar una ducha; después de haber tenido sexo me hubiese sentido muy molesto si no me lavaba. No puedo reprimir el asco de mantener sobre la piel las manchas de los fluidos corporales secos. No lo puedo evitar.

Sobre el bidet del baño encontré tres bombachas usadas, seguro que Lucrecia las había dejado a propósito, no sería extraño que las hubiese puesto ahí para tentarme, para que yo me llevase alguna. Acerqué una de ellas a mi nariz y aspiré. Fue algo automático. Sentí el mismo olor que en el dormitorio, el único olor que no solo tolero con facilidad, sino que hasta me causa cierto deleite. Aunque me cuesta percibir por medio del olfato, ese olor agrio, aunque leve, me llevó a revivir el placer. Lucrecia conoce esta debilidad singular que tengo, a la cual ella recurre cuando le conviene, para atraerme sexualmente. Sé que quiere un hijo. Jamás me lo mencionó, pero yo estoy seguro, conozco sus motivos.

Cuando regresé a la sala, después de vestirme, me senté en el sillón grande, en el mismo lugar de siempre. Había un vaso lleno de whisky sobre la mesa ratona. Ella se había puesto la bata rosa y estaba cruzada de piernas cepillándose el pelo.
 
—Te serví uno doble —dijo clavándome la mirada.

Miré el vaso como si estuviese observando mi propia alma. Ya había tomado tres, este sería el cuarto trago del día. Tuve un chispazo de duda, muy fugaz, algo me había tocado un nervio sensible. Sin embargo, cedí: «Uno más —me dije—, no va a ser un gran exceso».

Lucrecia tiene la piel blanca, es bonita, de cara alargada, ojos celestes y pestañas muy largas. Siempre tiene pintados los labios de un color marrón oscuro. Es rubia, de pelo casi blanco, y se lo corta en forma de melena como si quisiese aparentar ser un muchacho. Últimamente se lo ha teñido con mechones de color verde. Esa combinación le da un aire perverso. 

Pero aquí me quiero detener en un detalle que para mí no es menor. Lo de la perversidad, digo. Lo he notado en varias ocasiones: con el lápiz oscuro, con el delineador, se dibuja una raya horizontal continuando el extremo de la ceja hasta que se funde entre sus cabellos, pero de un solo lado de la cara; parece una tontería, pero, a mí, esas cosas me perturban un poco. Asocio la asimetría con la necesidad de desarmar un orden. Además, estoy seguro, ella quiere simular un tajo, una línea delgada como hecha con un bisturí, demostrando que es capaz de hacer daño y al mismo tiempo provocando, como si quisiera que, exactamente por ahí, le rebanen la cabeza.

Dejé de lado esos pensamientos y terminé el trago. Ella se enroscó el pelo y le hizo un nudo utilizando ambas manos. Lo ajustó con una hebilla y me dijo:

—Hoy te portaste muy bien… Todavía siento tu tibieza adentro. ¿Sabés?

—Tendrías que ir a darte una ducha.

—Después voy.

—Oíme, Lucrecia. 

—Qué.

—¿Seguís tomando las pastillas?

—Ese es problema mío.

—Contestáme, por favor.

—La que da las órdenes soy yo —dijo ella con voz suave, con calma.

—Te hice una pregunta. 

—No parece.

—No quiero quilombos, Lucrecia.

—¿Tenés miedito?

—Ni un chico, ni un aborto, Lucrecia, por favor.

—Hablemos de otra cosa.

Me contó en líneas generales el plan que tenía en mente. Estaba entusiasmada, al fin había logrado cerrar el único cabo suelto. Había conseguido a un pordiosero, un tal Gordon, a quien pagaba unos pesos a cambio de matar a los gatos del Jardín Botánico y llevarlos al terreno lindero del edificio donde vivo. La gente del barrio, todavía sigue alarmada: prácticamente quedaron exterminados todos esos pequeños mamíferos del parque.

Yo formaba parte de su proyecto. Luego de escucharla, me enganché con la idea porque odio a los gatos, me repugnan, jamás tendría uno en mi departamento, dejan pelos por todos lados. Ayer salí a la vereda rumbo a la redacción. La vecina traía un gatito en sus brazos, pasé a su lado y lo miré distraído. Tenía plumas en la boca, la mujer me miró sonriendo y me dijo que se había comido un pájaro. No le contesté. Me apuré, necesitaba caminar más ligero.


V

A Lucrecia la conocí en la Facultad de Medicina, siempre tuvimos conversaciones esporádicas, nos llevábamos bien, no era de esas estudiantes presuntuosas, jamás hacía preguntas estúpidas. Ahora es cirujana, hace cuatro meses nos encontramos después de años de no vernos, y fue surgiendo el asunto de los gatos. 

Cuando esa noche salí de su casa, regresé al departamento caminando por las calles silenciosas de Palermo, cavilando, despacio. Los faroles derramaban una niebla color crema, un halito pastoso iluminaba las hojas caídas de los plátanos confundiendo los colores. En lo alto, por encima de los focos, las copas de los árboles permanecían quietas en la sombra pero la brisa helada les hacía mover los brazos con desesperación, como almas perdidas en el infierno pidiendo ser rescatadas de los horrores de la oscuridad. 

Era el estado ideal para concentrarme en lo que había pasado esa noche ¿Por qué me había «perdido» en la lujuria de Lucrecia? Cuando llegase, me serviría otra copa, la última por hoy, y me tiraría en la cama a pensar en esto. Al abrigo de mi dormitorio estaría más seguro, podría clarificar mejor las cosas. Doblé por la cortada y subí por las escaleras del edificio, no quise hacer mucho ruido, sino después tendría que bancarme las quejas de los vecinos. Odio discutir con la gente. 


VI

Me puse cómodo y me tiré a fumar de espaldas con el vaso de whisky sobre la mesita de noche. Apagué la luz. Había tomado mucho, mi cuerpo parecía suspendido en el aire, las sienes me latían y la cabeza se hundía irremediablemente, como si no tuviese apoyo. Tuve miedo y encendí el velador, el cenicero no estaba en su lugar, miré hacia adelante y lo vi en la biblioteca. 

Me incorporé, y cuando salí de la cama me caí de la borrachera que tenía. No me dolió el golpe, la brasa del cigarrillo quedó bajo mi mano lastimando la piel y se apagó, en ese momento no sentí nada, después me di cuenta de la quemadura. Para hacerme del cenicero me arrastré por el piso y luego me acosté nuevamente. Apagué y encendí la luz varias veces no sé por qué. La obsesión y la compulsión afloraban, el trastorno jamás me abandona. Al final apreté el pulsador y el foquito se apagó.

Disipadas las volutas de humo, pensé en lo ocurrido en estas semanas antes de dormirme. Me subió una congoja a la garganta y me dieron ganas de llorar, ganas irrefrenables, me temblaba la mano derecha, hipaba, estuve así un rato hasta que me calmé, había bebido de más y los nervios me estaban pasando factura.

En todo caso, pensé, la aversión por los felinos es algo sin mucha importancia, a mí me seducen las ratas. Me gusta verlas comer, siento atracción al contemplarlas, me regodeo con beneplácito en verlas completar la tarea de la muerte, la desaparición de la carne, la sangre seca, los huesos pelados.

Me atrae la muerte, ese misterio, veo un cadáver y se me disparan un montón de pensamientos, me quedo mirando el cuerpo sin vida, meditando. Tal vez mi grado de morbosidad sea un poco mayor que la del resto de la gente, no sé, algún día, tal vez, lo hable con Lucas. Para Lucrecia, lo del Jardín Botánico fue una prueba, ahora viene la parte más ambiciosa del plan.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.

A la mañana siguiente, la ventana


I

Esta semana no he pensado en la herida que tengo un poco más abajo del estómago, la que me hizo el tipo que se identificó con «el loco», el personaje del cuento que me publicaron en la revista. Creo que me he recuperado totalmente, pero me he quedado pensando acerca de los miedos. La gente tiene miedo al dolor, al sufrimiento. No es mi caso. 

Hace un rato he cambiado de lugar el cenicero que estaba sobre la mesita de noche y lo he colocado en la biblioteca que también tengo en el dormitorio, sobre la pared que está frente a mi cama. Es un cenicero de chapa, creo que debe ser de aluminio, está viejo y deformado, tiene manchas oscuras, muchas de ellas pequeñas, algunas de color tabaco, producto de la tintura que le han dejado las colillas de los cigarrillos que he fumado durante estos últimos años. No suelo tener apego a los objetos, pero este cenicero es uno de los cuales difícilmente me desprendería. 

He vuelto a la cama y me he quedado mirándolo. He conservado la vista fija en él demasiado tiempo y siento que eso me está empezando a molestar. Trato de mirar hacia otro lado, pero la ansiedad me gana. No puedo dejar de pensar sobre todo en la posición en que lo he dejado, la geometría cenicero-biblioteca-mesita tiene algo de incómodo, es un trazado imperfecto en el cual el problema es la ubicación del cenicero. Y llega un momento en que esa situación se torna insoportable. Es por eso, creo, que me he levantado y lo he vuelto a traer a la mesa que está al lado de mi cama, en el mismo lugar que estaba antes. Así queda mejor.

He repetido este procedimiento varias veces, no puedo discernir qué es lo que me molesta cuando veo a un objeto en la misma posición durante mucho tiempo. Algo estático me da la sensación de que no tiene vida, de que está muerto, tal vez sea por eso que tengo que estar cambiando las cosas de lugar. Pero no cualquier cosa, hay algunos objetos que no puedo mover porque se pierde el orden y eso me pone muy molesto. Por otro lado, soy consciente de que no puedo estar haciendo esto indefinidamente. Necesito despejarme un poco. 

Me gusta salir de vez en cuando, no es bueno estar encerrado muchas horas en el departamento. Desde que me levanté estuve escribiendo para la revista, casi sin interrupción. Encima, por dos mangos.Me visto y bajo a tomar algo en el bar de la esquina. Este mediodía el cielo de la ciudad está plomizo, con nubes cargadas de lluvia llegando del este. En cualquier momento se larga. 


II


Cuando doblo y entro en Santa Fe siento un impacto: desde atrás, alguien me apoya con violencia la mano en el hombro derecho. Y, de inmediato, cae otro golpe en el izquierdo, como un manotazo. A mis espaldas, dos garras firmes me sostienen y no puedo ver la cara del tipo. De repente habla. Es Matías.

—¡Qué hacés Rata!

El gordo es un atolondrado, trabaja cerca de aquí, en la redacción de la revista. A esta hora debería estar en la oficina, el jefe lo tiene entre ceja y ceja, en cualquier momento lo raja, pero al él no le importa. 

—Gordo, sos un idiota, estoy recién operado.

—No me digas, ¿qué te pasó?

—Nada serio —le dije para no entrar en el tema.

—¿Tenés un rato?

—Bueno… Dale —respondí resignado. 

De otro modo lo tendría que haber soportado hablando a los gritos en medio de la calle.

—Te invito un café, vamos al barcito de enfrente —se apuró a proponer. 

Lo que pasa es que Matías es un tipo pesado, no tiene tacto y me intranquiliza cuando empieza con las preguntas. Después de contarle en dos o tres palabras para ponerlo al tanto de lo que me había pasado con el tipo que casi me mata de una cuchillada se quedó conforme. Nos despedimos y me volví para mi departamento.

No me gusta estar contando las cosas que me pasan, trato de evitarlo, las personas con las que tengo contacto, que son pocas, siempre están juzgando mi conducta a mis espaldas, y sé que siempre están cuchicheando, hablan mal de mí, dicen que soy raro. A ellos les parece que no los escucho, pero no es así, me pone de la nuca sentirme humillado, por eso trato de estar poco tiempo en la redacción, solo lo necesario como para entregar el trabajo y pasar a cobrar. 


III

   
Todos saben que cargo con el alias de el Rata desde chico y eso francamente me molesta, nadie me llama así salvo el gordo Matías, pero todos lo saben. Estoy seguro que cuando me voy hablan en forma despectiva de mi aspecto y, además, lo asocian con el apodo. Pero se equivocan. Tiene que ver con otra cosa.
   
Soy flaco, un poco alto, de pelo castaño y piel blanca. Uso lentes con bastante aumento, grandes y de marco grueso. La mayoría de las veces me visto de negro, generalmente con un traje oscuro, el único que tengo. No me gusta la ropa de otro color. Por lo general estoy desalineado y no me importa mucho el cuidado de mi aspecto. Lo que sí tengo debo reconocer es que me lavo las manos con demasiada frecuencia, cuando vengo de la calle, sobre todo cuando he estado en contacto de los pasamanos del colectivo o del subte, o cuando he estado manoseando dinero, sobre todo billetes. Son los más sucios. 
   
Cuando iba al colegio primario me llevaba un pedazo de queso en el portafolios para comer en el recreo. Mientras los otros jugaban yo me quedaba en un rincón comiendo la merienda. Ahí empezó a hacerse popular entre los chicos el mote que me pusieron. No me molesta tanto el apodo sino como lo usan los demás para denigrarme. El gordo fue compañero mío en la primaria y como es un bocón lo difundió también en la oficina. Por supuesto, nadie me llama así directamente, excepto él, pero yo estoy seguro que todos lo saben. Sin embargo, no le guardo rencor. 


IV

   
La indolencia es un estado del ánimo que a veces me acosa en algunos períodos de abstinencia. A veces intento dejar la bebida, extiendo demasiado tiempo esos períodos y la voluntad se tensa hasta un extremo insoportable. No soy un alcohólico perdido, pero tengo una adicción, como la que algunos tienen con el cigarrillo, no al extremo de arañar las paredes, pero la tengo. 

Cuando siento que está llegando esa ausencia de dolor me acerco a la ventana y la abro. Como es invierno se supone que debo sentir frío, pero lo único que siento es que el aire me agita el mechón de pelo que cae sobre mis anteojos. Entonces me aferro con las manos a la ventana, esperando, con los tendones tirando de los huesos, como tenazas. El cuello se me pone rígido y me veo, o mejor dicho me pienso, abriendo otra ventana distinta, para sentir un soplo helado, porque hasta ahora la brisa pasa apenas rozándome la piel, de aquí para allá, solamente eso. Y así estoy un rato, abriendo ventanas en mi cabeza, una tras otra, buscando una impresión brusca. La indolencia, me digo, es esa necesidad imperiosa de abrir ventanas, la búsqueda de una señal que me dé la certeza de que estoy vivo. Un poco de frío, aunque sea. 
   
Cuando era un bebé me hicieron estudios y descartaron la posibilidad de una analgesia congénita, así dijo el pediatra. Pero no se trata de eso, solo tengo un umbral alto de insensibilidad al dolor. A veces mi mente se hunde en ese territorio flácido, sin saber si voy a salir de allí, cuando en la cama me abandono, fumando, a pensar en nada. Acerco la brasa del cigarrillo a mi piel a fin de sentir un poco de calor, hasta que huelo a carne quemada. Tengo los antebrazos llenos de pequeñas cicatrices circulares color canela, como si fuesen pecas. Por eso jamás uso remeras de mangas cortas, ni siquiera en verano, para que no se vean las marcas y la gente no me haga preguntas inconvenientes.


V

   
Vivo en un departamento que está en la cortada Medrano, casi Charcas. En la esquina hay un edificio con ochava en la que de vez en cuando se instala algún indigente a dormir. Por la noche la cortada queda constreñida por la desolación. A mí me gusta salir a caminar de noche por los lugares siniestros de la ciudad como este, aunque tenga que atravesar veredas con residuos nauseabundos y olores a orines que dejan los borrachos, los drogadictos, los cirujas. Al común de las personas les molesta. A mí no. Diría que hasta de eso me priva la indolencia porque son sensaciones que casi no me llegan. 


VI

   
Vengo del consultorio de Lucas, el psiquiatra. Es inevitable salir mucho más tarde de lo previsto pues él estira la charla con cada paciente. Si fuesen unos minutos se trataría de algo normal, pero suelen ser dos horas, a veces tres. De regreso a mi departamento miro el reloj: ya es cerca de la una de la madrugada. Aunque me fastidia la demora, disfruto la vuelta, caminando por las calles silenciosas, arboladas, con la luna rodando en pedazos por detrás las ramas de los plátanos. Hay escarcha en el borde de los cordones, pero yo estoy vestido con el traje negro y una camisa liviana. El invierno es crudo. Con un grado bajo cero la brisa helada me refresca un poco. Me hace sentir vivo.

Apuro el paso al entrar en la cortada pues tengo un poco de hambre. No soy de comer mucho a la hora de cenar, por lo general picoteo algo salado, me tomo un trago y luego me dispongo a dormir. Pero hoy, antes de cerrar el día, no debo olvidar de realizar una tarea importante. Por eso, no bien entro, voy a la cocina. Saco el medio kilo de carne picada de la heladera que compré el viernes, bajo las escaleras y salgo a la vereda. 
   
Al lado del edificio donde vivo hay una especie de jardín cerrado con una reja baja, un lugar donde lo que único que hay es pasto crecido que de vez en cuando se ocupa de cortar el encargado. A veces la gente tira basura. La cortada a esa hora está en silencio, las persianas bajas, poca luz, solo tres postes de alumbrado encendidos, ningún transeúnte a la vista. Me acerco a la reja y tiro la carne por encima.
   
Espero callado, sin moverme. Entonces, comienza un traqueteo ronco. Escucho chillidos, los pastos se mueven. Aunque no las veo, sé que en la penumbra están agitando la hierba y se apresuran por llegar no bien empiezan a percibir el olor. No sé porque me gustan las ratas, será porque tenemos algo en común, quizás la tendencia a andar en la oscuridad, la predilección por el silencio, la aversión hacia las personas. A esta coincidencia, en realidad, se debe el verdadero origen de mi apodo.


VII

   
Subo al departamento. Al terminar de cerrar la puerta de entrada oigo sonar el celular que dejé encima de la mesa ratona de la sala. Miro la pantalla. Es Dalila. Ya le he dicho que no me llame por teléfono, que espere que yo la llame. Atiendo. Suspiro. Aunque me molesta que me hostigue persiguiéndome, la escucho con atención. Está ansiosa, quiere empezar mañana a la noche, dice que el lunes es un día «apropiado». Le gusta usar esa palabra. Hablamos un poco más de los detalles y cortamos. 

El martes siguiente empezaron a aparecer los primeros cadáveres de los gatos, en el jardín que está pegado al edificio. Los huesos estaban casi pelados y había restos de piel por todos lados. El primero que se dio cuenta fue el encargado.


Este cuento pertenece al libro Lucrecia.